miércoles, 18 de julio de 2012

La mansión de los espíritus


En 1862, cuando la Guerra de Secesión asolaba    Estados    Unidos,   Sararí Lockwood Pardee, una doncella de la alta sociedad de New Haven, contrajo matrimonio     con     William     Wirt Winchester, el heredero del famoso rifle de repetición con el que iba a conquistar el Oeste.
Las crónicas de sociedad de la época saludaron como es debido esta alianza entre la belleza y la riqueza. Nada parecía poder empañar esta unión, pero en la previsión no entraban los quiebros del destino. La muerte de su hijita, cuatro años después, llevada por una enfermedad misteriosa, dejó a la pareja hundida. Pero las desgracias no acabaron ahí: cuando en 1881 le llegó el turno a William, la vida de Sarah se desplomó y su razón vaciló. No había duda: la prematura muerte de las dos personas más importantes de su vida era una venganza del más allá.
Una médium confirmó sus aprensiones y le aseguró que los espíritus de todos los que cayeron bajo las balas de esta tan temible arma -nativos indios en la mayor parte- maldijeron a su heredero en busca de justicia; para aplacarlos, la vidente le aseguró que sólo existía un camino: dirigirse hacia el Oeste y construir allí una casa conforme a las instrucciones que le dictarán los espíritus. De acuerdo al plan, mientras se oigan los martillos, los espíritus vengadores la dejarán en paz, pero en cuanto la obra se detuviera aunque fuera por un minuto, llegaría irremediablemente el fin de su propia vida.
Horrorizada poruña tan lúgubre perspectiva, Sarah se apresuró a abandonar su Conecticut natal para dirigirse al Oeste. Ya allí, al sur de San Francisco, en el valle de Santa Clara,compró una casa de ocho habitaciones rodeada por siete hectáreas de tierra. Contrató un puñado de criados, veinte carpinteros y doce jardineros, cuya primera labor fue plantar alrededor de la propiedad una apretada hilera de altos cipreses para ocultarla de las miradas de los curiosos. En entonces cuando concibió la casa en donde los espíritus benévolos deberían sentirse a gusto, obra para la cual contaba con recursos suficientes gracias a los veinte millones de dólares que su esposo le dejó en herencia y a los 1.000 dólares de royalties que diariamente le genera su patrimonio.
Pero, ¿cómo debía complacera los espíritus, a los que, en este mundo, debían velar por su protección y. al mismo tiempo, mantener a raya a los espíritus vengativos dedicados a su perdición?
Sarah decidió atiborrar su vivienda de trampas que, pensaba ella, sólo engañarían e importunarían los espíritus animados de malas intenciones. Puesto que creía que los espectros malintencionados a menudo cojeaban, construyó pasadizos y escaleras tortuosas para ponerles trabas, y a fin de añadir mayor confusión, levantó invertidas todas las columnas de las chimeneas, de los vestíbulos, de los balcones y de la glorieta del jardín.
Además, como la protagonista de esta historia creía firmemente que el número 13 le sería benéfico, atiborró su mansión con un sinfín de referencias al mismo. Edificó trece cuartos de baño de la casa, con trece ventanas formadas cada una de idéntico número de cristales; en la calle que conducía a la entrada principal había trece palmeras; en el taller de costura había trece puertas y trece ventanas; colocó trece colgadores en un guardarropa, trece orificios de desagüe en un lavamanos, trece peldaños en la mayor parte de las escaleras, trece cúpulas de vidrio en la estufa, trece velas en el candelabro de la sala de baile, y hasta trece párrafos en el testamento de la señora de la casa en el cual su firma aparece trece veces… Todo era poco para ahuyentar a sus inmateriales y tenaces perseguidores. Incluso tomó por costumbre no dormir más de dos noches seguidas en la misma habitación.
La casa interminable
Escaleras que llegaban al techo, puertas tras las cuales sólo había paredes; pasadizos secretos; ventanas escondidas; falsos armarios empotrados y techos bajos para hacer capitular a los más tercos de perseguidores, etc. Si a pesar de todo perseveraban en su acoso y seguían pisándole los talones cuando se dirigía hacia la más secreta de las 160 habitaciones de la casa -la llamada “habitación azul”- consultaba a los otros espíritus, los que la protegían, para que le ayudaran a enfrentarse a tan loca y larga persecución.
En este laberinto de habitaciones, pasillos, vestíbulos, escaleras y descansillos que llevaba al lugar de las “consultas”, Sarah aparecía y desaparecía, se precipitaba en trampillas y pasadizos secretos, salvaba ventanas que daban sobre escaleras y atravesaba una puerta que, una vez franqueada, sólo podía abrirse desde el interior. Además, tomaba una escalera zigzagueante cuyos peldaños eran tan bajitos, que los siete tramos que la componían sólo alcanzaban los siete pies de altura. Finalmente, llegaba a una extensa habitación con numerosos balcones de todas dimensiones, de los cuales sólo uno llegaba hasta la última estancia. En ella se hallaba un armario empotrado; una de sus puertas era ficticia mientras que la otra daba, no sobre un ropero como era de esperar, sino sobre la famosa habitación azul en la cual los espíritus eran convocados gracias al tañido de una campana instalada en una de las torres que dominaban la mansión.
Sarah Winchester no reparaba en nada con objeto de complacer las peticiones de sus consultantes del más allá. Para permanecer dentro del mundo de los vivos, ella debía proseguir construyendo la vivienda de forma permanente. Así, habitación tras habitación, la casa crecía y se extendía por todas partes de manera descontrolada. Cada mañana, acompañada por su carpintero jefe, Sarah recoma la vivienda e inspeccionaba el resultado de las obras efectuadas la noche anterior. En no pocas ocasiones solicitaba reformas y cambios que podían llegar a suponer la destrucción de todo lo edificado. No obstante, debía de satisfacer a sus caprichosos invitados nocturnos, cuyas instrucciones apuntaba al dorso de sobres, en bolsas de papel o incluso sobre servilletas. Se calcula que en total se construyeron hasta 750 habitaciones, de las que hoy en día sólo subsisten 160, en parte como consecuencia del devastador terremoto ocurrido en 1906, que destruyó las habitaciones de los tres pisos superiores.
A Sarah la tildaron de chiflada y se apartó todavía más del mundo. Nadie la podía ver. Ni siquiera cuando el presidente Roosevelt acudió a la casa fue recibida por la heredera de aquella arma. Se cuenta que dos de sus criadas la sorprendieron en una ocasión sin el velo que cubn’a su rostro, razón por la cual fueron despedidas de inmediato. Tan sólo permitía a su secretaria y a su jefe de comedor chino mirarla directamente…
El misterio sigue vivo
Al igual que había ocurrido durante 38 años, la noche del 15 de septiembre de 1922 los martillazos de los obreros resonaban en toda la finca. Sin embargo, una fuerte tormenta obligó a éstos a buscar refugio en el interior de la vivienda. Esa misma noche, Sarah Winchester se apagó en su sueño eterno a los 82 años de edad.
Una lluvia de ornamentos arquitecturales y accesorios en boga hacia mediados del período Victoriano -balcones, arcadas, ojos de buey, cierros de cristales, rotondas, cristaleras, cúpulas, torres, frontones, muros encorvados, cimborrios y columnas, y tejados de tablillas coronados por remates, rebosando de molduras, festones, pechinas en desplome-hacen de la Winchester Mystery House una graciosa y casi completa mezcla de todas las fantasías arquitecturales y decorativas de moda en la época.
Millones de dólares fueron engullidos en la restauración de la mansión a partir del año 1973. Gracias a las antiguas placas fotográficas descubiertas en un cobertizo, los jardines pudieron ser recreados y sus fuentes reconstruidas, mientras que las estatuas -que representaban divinidades griegas en la mayor parte de los casos- se alzan de nuevo en sus céspedes y arriates.
El ambiente fantasmagórico de la casa Winchester ha sido también preservado. En homenaje a Sarah y a su número fetiche, cada viernes 13, a la una de la tarde, la campana suena… ¡13 veces!

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