Durante años fue un secreto que mantuvieron los pobladores de la pequeña localidad de Santa Inés, ubicada al noroeste de la provincia de Misiones. Pero el secreto se rompió y ahora todos saben la verdad: un hombre lobo vivió en ese lugar durante muchos años con el permiso de todos los pobladores.
Se dice que este hombre, Santos Luna, a quien todo el pueblo conocía como Don Pancho, manejaba un almacén de ramos generales y que el secreto se mantenía por un pacto implícito que consistía en algo muy simple: el lobizón debía alejarse lo más posible de la zona durante las noches en que se transformaba para que los vecinos no sufrieran situaciones violentas. A cambio, el pueblo le aseguraba no contar su secreto.
Al menos así contó la historia Ramón Martínez, oriundo del pueblo de Misiones pero que desde los 13 años vive en la localidad de Rafael Castillo, en la provincia de Buenos Aires, donde se casó y tuvo tres hijos.
Según Martínez, “para todo el pueblo era normal que estuviera allí. Todos sabíamos que él era lobizón, y él sabía que nosotros conocíamos su problema. Era realmente un pacto, y estábamos todos acostumbrados“.
“Es que nadie le tenía miedo –continúa Martínez-. Al contrario, lo respetábamos muchísimo. Era una persona correcta, educada y trabajadora. Lo que tenía no era observado como un fenómeno sobrenatural o demoníaco, sino como un problema para su vida, algo que no tenía remedio. Me permito romper el silencio pactado en el pueblo porque ya pasaron muchos años y su memoria lo merece”.
Cuando Martínez nació, en 1935, Don Pancho ya estaba instalado en el pueblo. La primera vez que Martínez escuchó la historia fue de su padre Dionisio. Le contó que Don Pancho había llegado de repente, tras comprar un terreno, y lentamente fue haciendo su casa y se armó su negocio, un almacén que tenía desde alimentos hasta herramientas y que prosperó rápidamente.
Don Pancho, en el relato de Martínez, era un hombre delgado, alto y con el pelo lacio; era una persona agradable, que nunca estaba de mal humor y siempre estaba correctamente vestido y con camisa marrón para atender a los clientes. No hablaba mucho, salvo para explicar las características de los productos que vendía en su negocio; y nunca formó una familia.
En el testimonio de Martínez sólo hay un dato extraño sobre Don Pancho. Dice: “No dejaba que lo toquen, y él se cuidaba mucho de rozar a la gente. Además, tenía un olor particular, como el que puede tener un animal. No era desagradable, simplemente fuera de lo común”.
Martínez también reveló que “Don Pancho tenía un ritual que repetía todos los jueves por la tarde. Alrededor de las 17, cerraba su negocio y desaparecía, y regresaba recién al otro día, de madrugada, y a las 8.30 abría su almacén. En ocasiones, tenía rastros en su cuerpo de que no la había pasado bien en su transformación. Entonces tenía rasguños, moretones, vendas en el cuerpo o problemas para caminar. Pero nadie le preguntaba nada, por respeto”.
Todos sabían que los jueves Don Pancho se transformaba en hombre-lobo y no quería provocar problemas en el pueblo. Por eso se alejaba lo más posible de la zona. Ese era el pacto implícito, y todos lo sabían
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